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martes, 26 de marzo de 2024

"El paseo en bicicleta", cómic y poesía. Antón Castro /Josema Carrasco, novedad de marzo en Olifante ediciones / Poemas de Antón Castro, dos inéditos y tres de "El paseo en bicicleta". Ágora-Papeles de Arte Gramático N. 26 / Textos magistrales

 

 

El paseo en bicicleta. Cómic. Poesía

Antón Castro / Josema Carrasco.

Olifante Ediciones, Zaragoza

Marzo 2024


Olifante ediciones ha publicado El paseo en bicicleta, cómic ilustrado, inspirado en textos poéticos de Antón Castro y con dibujos de Josema Carrasco. Hace unos años Olifante publicó Espectral. Cómic, basado en textos de Ángel Guinda y con dibujos del mismo artista Josema Carrasco (Prólogo de Antón Castro y epílogo de Manuel Martínez-Forega). El cómic y la poesía se unen en estas propuestas de Olifante, como en otros casos ha ocurrido con poetas como Miguel Hernández o Federico García Lorca, para explorar nuevos cauces de expresión y comunicación artístico-literarias y, de paso, atraer a la lectura a públicos jóvenes.

 Para más información sobre el libro El paseo en bicicleta, de Antón Castro / Josema Carrasco, véase la página editorial:

 https://www.olifante.com/publicaciones/el-paseo-en-bicicleta_1

 

 Miguel Mena escribe en el prólogo del libro, resumiendo el espíritu del poemario de Antonio Castro (hay una edición anterior en Olifante, en 2011) y aquello esencial que ha sabido resaltar y visualizar la mano del artista Josema Carrasco:

Antón Castro nació pocos días después de que Bahamontes ganara el Tour de Francia y pertenece a una generación que veía a sus padres volver del trabajo en bicicleta. La misma generación que solía tener en la bici el gran mito a conquistar como regalo de Reyes. Algo de todo eso hay en este libro: el esfuerzo, la competición, la familia, la infancia, los sueños.
Pero hay mucho más: hay sensualidad y melancolía, hay amor y paisaje, hay vidas singulares y muertes tan comunes como lo es cualquier muerte en sus múltiples variantes.

También están aquí algunos de los textos más hermosos que le hayan dedicado nunca a la ciudad de Zaragoza.



Agradecemos al poeta Antonio Castro, al artista Josema Carrasco, y a la editora Trinidad Ruiz Marcellán sus colaboraciones.


        EN RUTA

 

 POEMAS DE EL PASEO EN BICICLETA, DE ANTÓN CASTRO

 

 

BARRAL

 

A Diego y Jorge Rodríguez Gascón

 

 

Para todos era Barral. Barral el solitario,

que no iba a la escuela ni trabajó nunca,

el loco de atar, el joven extraño que conocía

el misterio de las mareas y el corazón de los pistilos.

El extraño Barral que, de repente, impartía una lección

sobre los caballos extraviados en el monte

o sobre el penúltimo plan urbanístico municipal.

Barral, el que se enfadaba con las lluvias de agosto.

Barral, el profeta: siempre sabía quién iba a ganar

en el fútbol, en el baloncesto o en el ciclismo.

Eran los años de Merckx, de Van Impe, de Poulidor.

Eran los años en que Fuente y Ocaña se odiaban

y pugnaban sin descanso en todas las montañas.

Nadie sabía más de ciclismo que Barral, que tenía

una hermana anchurosa de caderas como una odalisca,

la mejor promesa de felicidad y de tentación

para pecar cuando solo se tienen quince años.                  

En el bar o en las noches de tertulia en el campo

Barral imponía sus conocimientos: de bicicletas,

de estrategias, de holandeses y belgas, de escaladores

franceses y españoles, de contrarrelojistas como Anquetil.

Cuando se le agotaban las historias –y era capaz

de recordar los equipos, Molteni, Peugeot, Kas o Bic,

y el estado civil de todos los corredores: Coppi, casado,

 había perdido la cabeza por Giulia Occhini, la ‘Dama blanca’-

se alzaba una voz: “Y de tu hermana ¿qué nos vas a decir?”.

No decía nada. Cuando se lo preguntaban por tercera vez

sabía que era el momento de irse. Se subía a su bicicleta

de carreras y cruzaba el pueblo en dirección a su barrio.

Su débil dinamo temblaba a lo lejos como si tuviera miedo.

Un día, tras explicar la derrota de Merckx ante Thevenet,

oyó: “¿Qué nos cuentas de tu hermana, Barral?”

Dio un paso al frente y encaró a Vituco y a Lista,

que no le hacían sombra ni en las cuestas ni en el llano.

“Mi hermana se casa con el cabo de la Guardia Civil,

que es de Toledo y sobrino de Bahamontes,

el que ganó el Tour cuando vosotros nacisteis”.

Casi nadie pensó que era una invención.

Barral, el sabio, el cuerdo Barral no sabía mentir.

Dos meses después nos mostró una fotografía

con su cuñado, con el ciclista y con su hermana,

que nos pareció a todos más explosiva que nunca.

A veces me pregunto cuál de los dos, Barral o ella,

era el auténtico ídolo de nuestra adolescencia.

 

 

   "Barral el que se enfadaba con las lluvias de agosto" (Dibujos de J. Carrasco)

 

 

 

 

EL CICLISTA DEL MAR

 

  A Manuel Pereira

 

Las mejores cartas son las que no se esperan. Esas cartas que parecen enviadas desde el fondo del tiempo, como si alguien hubiera congelado los días del pasado. Me gustó que en el sobre mi nombre y mi dirección estuvieran redactados a mano. Leí: “Ha escrito usted tanto de Paco el Pecas que al final en su pueblo han decidido recordarlo para siempre y le han dedicado una plazoleta que mira al mar. Encara el acantilado desde el que se cayó al vacío y, tras golpearse con las rocas, al agua. Nos gustaría que viniese usted a hacer el elogio fúnebre de Paco y a recordar qué significó aquel accidente en sus vidas de niños”. Hice memoria de nuevo: Paco el Pecas, compañero del colegio dos años más joven que yo, que alternaba sus estudios con su pasión por el mar. Paseaba por los cantiles con su bicicleta, miraba pasar los barcos, silbaba a las muchachas cuando salían de las conserveras y parloteaba a cualquier hora con los marinos y los pescaderos. Luego en clase lo revivía y lo transformaba todo: convertía a sus vecinas en sirenas, hablaba de tesoros enterrados, de naufragios y de las gaviotas. “No hay nada más impresionante que ver a un montón de gaviotas que vuelan hacia el faro en medio de esos fogonazos de oro”, escribió una vez en su redacción de los jueves. Un día no vino: la tarde anterior, su hermano mayor, Cachito, lo vio volar por los aires como un pájaro. No supo explicar qué le habría podido ocurrir ni dónde se habría quedado sin frenos. Dijo que no había soltado el manillar en ningún instante y todo fue tan repentino que ni le dio tiempo a gritar. La marea tardó en devolver su cuerpo, y cuando lo hizo, casi una semana después y en otra playa, parecía otro. Nadie se atrevió a verlo en el velatorio. Llenamos botellas con arena, con poemas, con cartas, con dibujos, con hojas del bosque, y se las llevamos a su madre a una vivienda, rodeada de higueras y camelias, que miraba hacia la costa.

Abrí el ordenador y titulé: El ciclista del mar. Así empezaría mi discurso.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

             

               "El ciclista y el mar". Dibujos de J. Carrasco.

 

 

 

LAS VIDAS IMPOSIBLES DE HORACIO QUIROGA

 

 

          A Miguel Ángel Muñoz

 

 

Loco. Loco. Loco. ¿Qué se te había perdido a ti

en el corazón de la selva, entre las anacondas y los yacarés?

Fue Julio Cortázar quien me puso tras tu pista: te llamaba

el hermano Horacio, su maestro, el pariente lejano de Poe.

Te llamaba mi hermano, el buen salvaje que se jugaba la vida

por mujeres imposibles que no habían dejado de ser niñas,      

por criaturas que tenían la belleza de los flamencos

y el cristalino cuello de las garzas y las grullas errantes.

Siempre fuiste un hombre enamorado, un soñador, el cazador

que buscaba paraísos entre naranjos o a la sombra del algodón.

Eras un tipo extraño: romántico, ardiente y visceral.

Incendiabas los instantes, enloquecías de súbito ante unos ojos

que copiaban la luz de la arboleda, la lumbre de los desiertos,

la floresta vencida en la agonía del atardecer.

Enardecías en el puro arrebato de existir.

¡Cuánta ansiedad, qué furia de amor, qué desesperación:

tu corazón se expandía como los ríos arteriales de Misiones!

¡Qué exigencia contigo mismo! Despreciabas la calma

y siempre convivías con un monstruo inesperado

al que intentabas despedazar, con el hacha sonámbula

de la ira, de noche, cuando los luceros se aterciopelan

y el canto de las aves invade el interior de la selva.

Ana María Cires, Ana María Palacio, Alfonsina Storni,

María Elena Bravo, que te acarició por última vez

con su mano suave de ángel y una tristeza definitiva

antes de que bebieras el cianuro letal. A todas las amaste.

¡Cuánto amor y cuánta muerte amontonada tras los besos!

Horacio, hermano Quiroga, perseguidor de alaridos.

Releo tus libros, tus cuentos de tinieblas: aún me duele

el enfermizo amor de ‘El almohadón de plumas’

y la revelación del horror agazapado en el lecho.

Aún no he superado el espanto de ‘La gallina degollada’:

¿cómo eras capaz de sobrevivir a tanta violencia,

a tanto candor ultrajado en el espejismo de los bosques?

¿Has encontrado por fin al niño perdido en las ciénagas?  

Releo tu vida y tus cartas y tus recuerdos de infortunio.

Quisiste serlo todo: agricultor y músico, poeta de las sombras,

artesano, mecánico, químico, cuentista, explorador.

Hay dos cosas que siempre me han conmovido de ti:

tu pasión por la fotografía, aquel viaje a la brusca Arcadia

de Misiones, con Leopoldo Lugones: siempre estabas alerta,

dispuesto a realizar la mejor instantánea del silencio,

y tu atracción por la bicicleta. Eras muy joven cuando

fundaste el Club Ciclista Salteño y recorriste 120

kilómetros inacabables entre Salto y Paysandú.

Carlos Berruti fue el otro laborioso pionero del ciclismo.

Un día te marchaste a París con una convicción en el alma:

ibas a la Exposición Universal que encarnaba la modernidad

y una hermosa e invencible forma de movimiento.

París fue para ti un infierno, o un paraíso atropellado

de tugurios, prostitutas y ninfas de lujuria desvaída:

un día despertaste como un pordiosero de olvidos.

La aventura fue una sucesión de desastres inesperados.

De aquella estancia de varios meses me quedo con una frase,

el aliento de una utopía, la afirmación de un sueño juvenil:

“Yo fui a París solo por la bicicleta”. Fue en 1900.

 

 

 

 Las vidas imposibles de Horacio Quiroga. Dibujos de J. Carrasco.

 

 

 

 DOS POEMAS INÉDITOS DE ANTÓN CASTRO

 

 

LOS MOTORISTAS

 

No sé cuándo empezamos a ir en moto.

La verdad es que jamás había imaginado

que un día saldría a la calle y a las afueras

para beber kilómetros y kilómetros

de horizontes y de sendas desoladas,

de monte bajo, de llanuras y de polvo.

La moto vino con él como el aire o la lluvia.

Y recuerdo, eso sí, la primera vez:

temblaba de pánico, de desazón,

no sabía a qué sujetarme para no

sentirme a la deriva, náufraga sobre dos

ruedas, frágil como el tallo del cereal.

Poco a poco, él fue enseñándome:

agárrate así, inclínate, no muevas el cuerpo,

no pienses en nadie ni en nada,

abrázame como si fueras a morir de amor.

Abrázame como si el gozo te estallase dentro.

Y así, de ese modo inadvertido en que

crecen las flores y se mudan las estaciones,

me acostumbré a él y a la moto.

A los dos a la vez, de forma recíproca

e inseparable, como una certeza y una evasión.

Y aprendí a llevarla por todos los sitios:

calzadas interminables, túneles de niebla,

terraplenes, colinas que suben hacia

una luz rosada y decisiva en el ocaso.

Y también lagos, pantanos y estanques,

serranías, oteros escarpados, ramblas y valles.

Ya sé lo que es internarnos

en el claro del bosque, donde una claridad

de oro y sueño se pone a bailar entre los pinos.

Y almorzar y comer y merendar

en un parque inventado en un ribazo:

el placer de vivir se improvisa de golpe.

En cualquier lugar todo es probable y estimulante.

Hasta la danza nupcial de los pájaros

o la invasión del olor de unas rosas.

Pero lo mejor de la moto está en el viento mismo:

esa libertad de dejarte ir hasta el fin del mundo

y volver a casa luego.

 




ROMERO ES MI CABALLO

 

 

Ya de niño, muy de niño,

tuve un sueño:

Me regalaban un caballo pardo,

gigante, con la piel bruñida,

casi de oro antiguo, suave e inteligente,

uno de esos animales que parecen

hablar y entender todo lo que pasa:

cuando tenemos miedo, cuando buscamos

el corazón del bosque,

la tupida fronda de los arces,

los pinos y las madreselvas,

y nos dejamos ir, sin conciencia del tiempo,

con la fe ciega del silencio

y del puro placer de cabalgar entre la sombra

y la música incesante de las ramas.



De joven seguía teniendo ese sueño.

Ya no sé si el caballo entonces era blanco

o un alazán deslumbrante de tronío

y de aplastante seguridad en sus patas.

Me imaginaba, sí, que llegaba hasta mi puerta,

relinchaba, una y otra vez,

hasta que me desperezaba,

bajaba junto a él y en un alarde lo montaba:

imaginadnos, ahí vamos,

por sendas angostas y caminos de carro,

por los caminos que llevan hacia las colinas

y las montañas que se enfrentan al mar.

Imaginadnos ahí, a los dos, absorbiendo

la belleza infinita del mundo y sus llanuras,

paseando la mirada como a vista de águila

en el oleaje incesante y sus espumas rotas.

Miradnos, ahí vamos, al trote,

con el viento en la cara,

sorprendidos por la tormenta que llega

y que nos invade y nos golpea a los dos:

a él, la piel lustrosa, las crines peinadas y de seda,

ese lomo que parece un campo extendido

como un bancal de tierra dorada.

A mí, oscilante, acaso con leve pánico,

dispuesto a llegar hasta el confín del mar.

 

De mayor volví a tener el mismo sueño.

O quizá deba llamarlo ya quimera,

utopía, locura de ansiedad. Alucinación.

¡Qué belleza, sí, la de sus ojos de azabache,

qué lentitud se desparrama entre los maizales,

qué brillo salvaje que desafía al agua!

Un día, un viejo amigo, un criador de caballos,

me dijo ven a verme, acércate a mi finca.

Lo hice. «Mis caballos no saben hablar,

pero sueñan. Y este, Romero, míralo,

ha venido para llevarte a otros mundos.

Cuando llegues a su lado, cántale al oído,

susúrrale todos tus miedos, tu intranquilidad,

y dile: “Romero, amigo, antiguo sueño mío.

Has venido para devolverme al niño que fui”.

Y sin temor, toma sus riendas.

Abrígale la piel. Tuyo es para siempre», añadió.

 

Esto no es un cuento, pero quién me creería.

De niño, muy de niño, tuve un sueño.

Ahora, fortalecido por los meandros del existir,

tengo una certeza, otra visión del porvenir:

un caballo llama a mi puerta y me pide

que vayamos a conquistar el horizonte.


ANTÓN CASTRO

 

 




                                                                Ilustración de J. Carrasco. Contraportada del libro cómic El paseo en bicicleta

 

 

Antón Castro (Santa Mariña de Lañas, Arteixo, A Coruña, 1959) es escritor y periodista. Durante siete años dirigió los Encuentros Literarios de Albarracín y ha sido el comisario de la exposición del 75 aniversario del Real Zaragoza: Los años magníficos. Para Olifante ha traducido a Xosé María Álvarez Cáccamo y José Agostinho Baptista. Es autor de más de más de 40 de libros, entre ellos los libros de narrativa El álbum del solitario (Destino, 1999), Golpes de mar (Destino, 2006; Ediciones del Viento, 2017), Fotografías veladas (Xordica, 2008), El testamento de amor de Patricio Julve (Destino, 1995, 2000; Xordica, 2010). 

 

                                                          

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

      Antón Castro.  Foto de Vicente Almazán (Cortesía de Olifante)

 

Es autor de varios poemarios: Vivir del aire (Olifante, 2010), El paseo en bicicleta. (Olifante, 2011), que da lugar a este cómic, El musgo del bosque (PUZ, 2016) o El cazador de ángeles (Olifante, 2021). Su novela Cariñena (Pregunta, 2018) ha sido llevada al cine por Javier Calvo. Coordina el suplemento ‘Artes & Letras’ de Heraldo de Aragón desde 2002, y ha dirigido el programa cultural Borradores (2006-2012) en Aragón Televisión y ha conducido 29 programas en las cuatro temporadas de Sin cobertura, de Javier Calvo. En 2013 recibió el Premio Nacional de Periodismo Cultural; el 2021, el Labordeta de Comunicación y en 2022 el Premio Pilar Narvión. Ha traducido al español, entre otros autores, a Miguel Torga y Manuel Rivas, José Saramago.

Más información en: 

https://es.wikipedia.org/wiki/Ant%C3%B3n_Castro

                                                                                         

 

                              


                 Josema Carrasco. Fuente: Asociación Aragonesa de Autores de Cómic

 

Josema Carrasco (Zaragoza, 1969) es ilustrador y diseñador gráfico, trabaja para agencias de publicidad y como freelance. Ha dibujado el primer volumen de Fantasmagoría, y también la serie de cómics Ciclocirco.

Premio al autor revelación por votación popular en el 29 Salón del Cómic de Barcelona 2010 y nominado como mejor dibujo y mejor cómic en el Salón del Cómic de Zaragoza de 2011. En 2106 publicó Mapa de besos un liricómic con poemas y canciones de Ángel Petisme. Trinidad Ruíz Marcellán edita, en Olifante, Espectral. Cómic (Olifante 2018), un cómic con poemas de Ángel Guinda, y Lili y la corza (Olifante 2020), un cómic que rememora el 150 aniversario de la muerte de Gustavo Adolfo Bécquer; ambas obras con dibujos de Josema Carrasco. 

Algunos de sus trabajos se venden como imágenes de stock en varias agencias internacionales de ilustradores. También participa en numerosas exposiciones, fanzines y proyectos colectivos y además imparte cursos, talleres y charlas de cómic junto a Marta Martínez. Como poeta ha publicado La felicidad, cariño, es para malgastarla (Olifante 2019).

 

Más información en editorial Olifante:

 https://www.olifante.com/inicio